¿De qué mejor manera podría terminar una película sobre la vida de un
artista a los ojos de otro creador? Posiblemente mostrando su obra; cuando
además a eso le precede un epílogo lleno de fuerza poética, la experiencia
cinematográfica resulta plena… Esto es lo que sucede con el episodio final de
la campana en el Andrei Rublev de
Tarkovski (1966).
Nos encontramos ante una verdadera obra maestra donde este genial cineasta trasciende de la biografía del personaje real y su contexto histórico para trasladarnos una reflexión contemporánea sobre el sentido de la existencia y la función transformadora del arte. Siendo el cine una expresión concentrada de la realidad, no importa que sea poco lo conocido sobre la vida del mayor iconógrafo ruso; el guión de la película se estructura a modo de un ciclo de frescos donde cada episodio -que ilustra una idea más que un acontecimiento- se puede entender por sí mismo y/o en relación a los demás.
Con este extenso epílogo, se pone de manifiesto el profundo trabajo de documentación que acompañó durante tres años a la redacción del guión de la película: localización de los enclaves históricos (como la célebre ciudad de Suzdal donde transcurre este epílogo) y consulta de las fuentes originales (por ejemplo, en el impecable e interesantísimo proceso de construcción de una campana); en concreto, merece la pena destacar la aportación del arquitecto Eugeni Tchernaiev en la dirección artística. Si bien la fotografía es en blanco y negro, se huye de una sensación historicista de la narración por medio de una ambientación pretendidamente descontextualizada de referentes arqueológicos o museográficos, que podrían haber marcado una distancia cronológica entre mentalidades o formas de vida.
La clave interpretativa de esta película reside en que Tarkovski se identifica con este pintor, un monje ortodoxo de finales del siglo XIV que debe marchar a Moscú para pintar los frescos de la Catedral de la Asunción del Kremlin; el viaje catártico emprendido al salir de su celda, a través del encuentro con diversos personajes en un período convulso de la historia de Rusia, le hará reparar en la debilidad de sus creencias y sus obras si no están encarnadas. La crisis de fe del “Rublev fílmico” lo conduce a una crisis artística por la que se niega a pintar lo que esperan de él (llamémoslo “realismo dirigido” en el caso del director), e incluso a hablar (sea una metáfora de la censura impuesta a Tarkovski por el Goskino); dando a entender que nada tiene que decir que pueda hacer mejor el mundo.
Pero también con este epílogo Tarkovski se reconoce en Boriska, un adolescente, huérfano de un constructor de campanas y único superviviente de la peste que, sin conocer el secreto gremial para su fabricación, consigue el encargo de un príncipe. Resulta emocionante acompañarlo a lo largo de todo el proceso sabiendo que el fracaso puede suponer su propia muerte; pero se aferra a una fe que ni el mismo Rublev posee. Se cuenta que Tarkovski hizo correr el rumor de que Nicolai Burlaiev (el actor protagonista de La infancia de Iván) no daba el perfil para el papel, consiguiendo con ello presionarle para que experimentara la angustia de su personaje y la trasladara a la pantalla.
Por eso, cuando finalmente la campana suena, el muchacho rompe a llorar por la tensión acumulada y el mismo Rublev se conmueve, se siente perdonado y rompe a hablar para hacerle ver la felicidad que ha trasladado a la gente con su obra. Por un lado, se trata de una especie de parábola de los talentos que destaca que el verdadero pecado de Rublev no fue la lujuria, la cobardía, el asesinato… sino el negarse a hacer uso del don recibido por Dios; por el otro, recuerda el Salmo 126 Nisi Dominus, en el que “si Dios no construye la casa, en vano trabajan los albañiles”. Andrei y Boriska, el anciano y el joven, el pintor y el campanero, el monje y el huérfano, el pecador y el inocente se encuentran para proseguir un camino interior juntos en el que Rublev pinte iglesias y Boriska construya campanas...
Nos encontramos ante una verdadera obra maestra donde este genial cineasta trasciende de la biografía del personaje real y su contexto histórico para trasladarnos una reflexión contemporánea sobre el sentido de la existencia y la función transformadora del arte. Siendo el cine una expresión concentrada de la realidad, no importa que sea poco lo conocido sobre la vida del mayor iconógrafo ruso; el guión de la película se estructura a modo de un ciclo de frescos donde cada episodio -que ilustra una idea más que un acontecimiento- se puede entender por sí mismo y/o en relación a los demás.
Con este extenso epílogo, se pone de manifiesto el profundo trabajo de documentación que acompañó durante tres años a la redacción del guión de la película: localización de los enclaves históricos (como la célebre ciudad de Suzdal donde transcurre este epílogo) y consulta de las fuentes originales (por ejemplo, en el impecable e interesantísimo proceso de construcción de una campana); en concreto, merece la pena destacar la aportación del arquitecto Eugeni Tchernaiev en la dirección artística. Si bien la fotografía es en blanco y negro, se huye de una sensación historicista de la narración por medio de una ambientación pretendidamente descontextualizada de referentes arqueológicos o museográficos, que podrían haber marcado una distancia cronológica entre mentalidades o formas de vida.
La clave interpretativa de esta película reside en que Tarkovski se identifica con este pintor, un monje ortodoxo de finales del siglo XIV que debe marchar a Moscú para pintar los frescos de la Catedral de la Asunción del Kremlin; el viaje catártico emprendido al salir de su celda, a través del encuentro con diversos personajes en un período convulso de la historia de Rusia, le hará reparar en la debilidad de sus creencias y sus obras si no están encarnadas. La crisis de fe del “Rublev fílmico” lo conduce a una crisis artística por la que se niega a pintar lo que esperan de él (llamémoslo “realismo dirigido” en el caso del director), e incluso a hablar (sea una metáfora de la censura impuesta a Tarkovski por el Goskino); dando a entender que nada tiene que decir que pueda hacer mejor el mundo.
Pero también con este epílogo Tarkovski se reconoce en Boriska, un adolescente, huérfano de un constructor de campanas y único superviviente de la peste que, sin conocer el secreto gremial para su fabricación, consigue el encargo de un príncipe. Resulta emocionante acompañarlo a lo largo de todo el proceso sabiendo que el fracaso puede suponer su propia muerte; pero se aferra a una fe que ni el mismo Rublev posee. Se cuenta que Tarkovski hizo correr el rumor de que Nicolai Burlaiev (el actor protagonista de La infancia de Iván) no daba el perfil para el papel, consiguiendo con ello presionarle para que experimentara la angustia de su personaje y la trasladara a la pantalla.
Por eso, cuando finalmente la campana suena, el muchacho rompe a llorar por la tensión acumulada y el mismo Rublev se conmueve, se siente perdonado y rompe a hablar para hacerle ver la felicidad que ha trasladado a la gente con su obra. Por un lado, se trata de una especie de parábola de los talentos que destaca que el verdadero pecado de Rublev no fue la lujuria, la cobardía, el asesinato… sino el negarse a hacer uso del don recibido por Dios; por el otro, recuerda el Salmo 126 Nisi Dominus, en el que “si Dios no construye la casa, en vano trabajan los albañiles”. Andrei y Boriska, el anciano y el joven, el pintor y el campanero, el monje y el huérfano, el pecador y el inocente se encuentran para proseguir un camino interior juntos en el que Rublev pinte iglesias y Boriska construya campanas...
Como el mismo Tarkovski señalaba en su diario "la religión, la filosofía y el arte fueron inventados por el hombre para condensar la idea de infinito". Precisamente aquí radica la filmografía de Tarkovski todo ello aderezado de una dulzura visual sin parangón. Esta película nos deja con una espectacular metáfora de la fe con el capítulo final de la campana, una fe en contexto general de la vida donde la creencia de uno mismo predomina sobre lo mundano. Tarkovski nos regala un cine donde lo narrativo es relegado a un plano secundario adquiriendo protagonismo lo sensorial, lo poético... Esta película creo que es esencial en la obra de este autor ruso, donde Tarkovski desnuda su ser ante el espectador dejándonos una verdadera obra de arte en la Historia del Cine.
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